No eso no fue lo que pasó. Entramos
en el laberinto, cada uno tomo su camino. Yo llevaba un carrete de hilo dorado
con el que iba marcando el camino. Anduve en línea recta y en la tercera
intersección giré a la derecha, caminé por un estrecho corredor y giré a la
izquierda. Sonrío, sonrío, sonrió. No me ha visto. Giro a la izquierda, sigo
caminando, tomo una revista la abro en una página que puede ser cualquiera,
verla no es el objetivo principal, es solo una distracción para cualquier
mirada imprudente. Giro a la derecha y luego a la izquierda. Localizo mi
fetiche; una tela de seda que quiero robar, la tomo, la miro, me la paso por la
cara, la escondo en el lomo de la revista en el plano bajo de mi cuerpo, oculto la tela con la mano izquierda, con la
mano derecha me toco la cara. De ahora y en adelante hasta que logre salir del
laberinto debo coquetear con todos los seres que encuentre en mi camino. Es una
pequeña triquiñuela que consiste en jugar con el ego.
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