(…)
Entonces, la miré a los
ojos y le dije que la amaba. Greta me miró de arriba abajo. No hubo expresión
en su mirada. Apagó el cigarrillo en la vena de su muñeca izquierda, se levantó
de la cama buscó un pañuelo y se quitó la cara, la botó al piso. Salió por la ventana. No regresó. Pasaron 2
años hasta que la volví a ver.
Es el doble quien vela y
actúa mientras el vivo duerme y sueña, e inversamente <<el eidolón duerme
mientras los miembros están en movimiento, pero a menudo, en sueños, revela el
porvenir al que duerme>> (Píndaro). Igualmente, los síncopes y
desvanecimientos indican una fuga del doble. Sueño y síncope son ya la imagen
de la muerte, con la que el doble abandonara y esta vez para siempre, el
cuerpo.
Más aún, el doble puede
actuar en forma autónoma incluso en estado de vigilia. Como dispone de fuerza
sobrenatural, se metamorfoseará en un tigre o en un tiburón para cometer un
asesinato, pero esta astucia no puede engañar a nadie y los deudos del devorado
volverán para ejercer su venganza en la persona a la que el doble asesino se ha
reintegrado.
Una de las manifestaciones
permanentes del doble es la sombra. La sombra, que para el niño es un ser vivo,
que como había dicho ya Spencer, ha sido para el hombre uno de los primeros
misterios, uno de los primeros descubrimientos de su persona. Y como tal, la
sombra se ha convertido en la apariencia, la representación, la fijación, el
nombre del doble. No solo los griegos, con el Eidolón, emplean la palabra
sombra para designar al doble al mismo tiempo que a l muerto: también los
Tasmanios (Taylor), los Algonquinos, e innumerables tribus arcaicas. En Amboine
y en Ulias, dos islas ecuatoriales, los habitantes no salen jamás a medio día
cuando desaparece la sombra, pues temen perder su doble. (8)
Tanto miedo tienes de la
tormenta que no puedes soportar lo impredecible.
La noche que Greta se
fue me enfermé, tuve una fiebre de 42 grados, alucinaciones y sudaba mucho. Recuerdo
que las sábanas estaban todas húmedas y pegajosas. Sentía mi propio cuerpo como
barro pegajoso.
Cuando llegó el apoteósico final de la era de los
dioses, el mundo colapsó finalmente. La tierra
se cuarteó y se comenzó a desprender del
suelo, levitando sus partes entre 15 y 90 metros. Las islas de tierra tenían
una superficie lo suficientemente grande como para que pequeñas comunidades
sobrevivieran sobre ellas. Aun así en el final de la era de los dioses millones
de personas murieron al caer entre las fisuras de la gran separación para
quemarse en el corazón de magma.
El tiempo pasó y las bestias se acostumbraron a vivir en el
aire. Construyeron unas infraestructuras de cuerdas y unos caminos metálicos
que les permitían pendular de isla en isla, y
mantener el contacto entre los pueblos.
Al poco tiempo las guerras de colonización comenzaron.
Existían tres bandos que lideraban las colonizaciones: las cerdos del metal,
las cabezas magnéticas, y las ratas pájaro rampantes. Cada bando tenía un
ejército y dominaba ciertas habilidades que les permitía entregarse a la
guerra.
Las cerdos podían comunicarse con los ojos, las palabras
fluían a través de su mirada. Las cabezas magnéticas podían desfragmentar el
tiempo y tenían el don de la bilocación. Y las ratas pájaro tenían permitido
subir a la tierra de los dioses.
La muerte se hizo tan real, un hecho tan cotidiano, que dejó
de tener relevancia en las islas. Los cortejos fúnebres consistían entonces en
lanzar el cuerpo al corazón de magma de la tierra.
Ninguna desgracia, ningún holocausto superaba la ambición
de estos bandos por coleccionar tierras, ese placer tan profano por el saqueo y
el asesinato. Fue entonces cuando sucedió. De las entrañas del corazón de magma
surgió Leyva con su ejército. Las ancianas de la isla en la que yo vivía habían
predicho el suceso como Casandras futuristas, pero igualmente que la desdichada
hija de Hécuba y Príamo, nadie les hizo caso, todo el mundo estaba perturbado
por su propia desgracia. De cualquier forma ¿quién?, o ¿qué? hubiera podido
detener a aquella deidad que se había formado por la tristeza del nuevo mundo.
El corazón palpitante de magma se apagó de repente y
comenzó a emitir una luz intensa. Dos meses después un dragón blanco con unos
bigotes larguísimos salió del interior del corazón de magma y se perdió en la
inmensidad del universo. En las semanas siguientes aparecieron más dragones,
las primeras semanas unos tres o cuatro, luego 10, 15, luego 100, finalmente un
día de eclipse solar salieron del corazón millones de dragones blancos. El
acopio de cuerpos ponzoñosos y escamosos resplandecía con una luz propia de
ultratumba. Los dragones se dispersaron por el infinito.
El traquido que vino después caló en la más profundo del
cerebro, tan hondo que todas las bestias, inclusive las sordas, se retorcían,
como gusanos en el suelo, del dolor. Este fenómeno duró unos 5 minutos. El corazón
de magma se comenzó a quebrar como un huevo y se alzó, imponente, el dios Leyva,
el dios del magma.
Leyva era una gigantesca serpiente emplumada. Tenía la
cabeza de un paz rape, uno de esos peces luminosos de las profundidades del
océano, y la extensión luminosa de su cabeza terminaba en el cráneo de un
búfalo. Las plumas de Leyva eran
tornasoladas con una gama de colores desde el púrpura hasta el aguamarina.
Cerca de su cabeza salían unas protuberancia que podrían indicar el lugar donde
debería tener brazos, pero no los tenía, solamente esas protuberancias. Tardó
mucho tiempo en salir de la tierra, su cola estaba cubierta por los esqueletos,
y los cuerpos en descomposición que habían sido arrojados al corazón de magma. Entonces
muchos lo comprendimos: Leyva había sido fecundado por nuestro propio dolor, el
dolor de la guerra, de nuestros seres queridos brutalmente asesinados.
Leyva se posó en el cielo. Su cuerpo era tan largo que
cubrió todo el mundo. Los tres bandos en disputa se alzaron en armas e
intentaron amedrentar al dios. Este emitió un sonido, parecido al canto de una
sirena y los dragones blancos se abalanzaron contra la tierra para perseguir a
los atacantes. Cuando atrapaban a alguno, enrollaban su cuerpo en él, con el
aliento les sustraían el alma, y transmutaban el cuerpo en arena. No dejaron
ninguno vivo. Regresaban entonces a Leyva, le mordían sus protuberancias y se unían a su
cuerpo. Los dragones cicatrizaban a una velocidad asombrosa, fundiéndose y/o confundiéndose
en el dragón el alma de las bestias y el cuerpo del dios.
Cuando la fusión y/o confusión terminó, la conglomeración
de dragones había formado unas alas de un resplandor boreal que Leyva plegaba y
desplegaba de su majestuoso cuerpo.
Leyva procedió a devorar la luna y el sol en el punto
álgido de su eclipse. El mundo pasó doce años, un ciclo entero, en completa
oscuridad. El cuerpo de Leyva se había quedado levitando sobre nuestras islas
como una advertencia de paz, como una amenaza que obligaba a mantener el orden
y no alimentar la tristeza, ni el odio, ni la muerte si no se quería despertar otra
vez al dios.
Al terminar el ciclo,
Leyva se despertó de su hibernación y depositó un huevo, un sol y una luna
emplumadas, que emitía una luz aguamarina que iba cambiando a púrpura y
nuevamente a aguamarina, y Leyva descendió nuevamente al corazón de magma y se cristalizó.
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